En Colombia está en curso una creciente y formidable irrupción de las masas en la esfera pública del país. De un tiempo para acá es cada vez mayor la presencia de las multitudes en diversos escenarios de la vida social y política, con sus denuncias y reclamos, con sus ideas y propuestas. Buscando ser escuchadas y tenidas en cuenta, han venido constituyéndose cada vez más en factor influyente del acontecer nacional. De esta situación, imposible de ignorar, han tenido que ocuparse los partidos políticos, la opinión pública y los medios de comunicación. Las instituciones gubernamentales, los congresistas y jueces de la república han tenido igualmente que interlocutar con los voceros y representantes de las organizaciones de masas, ya para reprimirlas o para atender sus reclamaciones. En los últimos diez años este hecho ha venido expresándose en forma sostenida a través de oleadas y ciclos sucesivos de acciones colectivas de resistencia, como huelgas, paros y acciones de calle en contra del neoliberalismo, los tratados de libre comercio y el extractivismo, por la paz, la educación, la democracia y los derechos humanos; o por medio del uso recurrente de los mecanismos institucionales de participación ciudadana, como la consulta popular en contra de los proyectos de explotación minera y en defensa del medio ambiente.

Lo vimos recientemente con la huelga general estudiantil por la financiación de la educación superior, que paralizó a casi todas las universidades públicas durante el segundo semestre del año pasado. Una jornada que conquistó las simpatías de la opinión pública y la solidaridad del sindicalismo, así como de otros sectores que a la par se movilizaban contra la reforma tributaria impulsada entonces por el Gobierno.  Fecode, —el gremio de los profesores de educación primaria y secundaria—, ha jugado un papel destacado en todo este proceso, con dos paros nacionales de protesta durante el período contra el Plan Nacional de Desarrollo y por la defensa de la educación pública.

Lo veríamos luego con la minga indígena, afro y campesina que paralizó buena parte de la producción y el comercio en los departamentos del Valle, Cauca y Nariño durante los meses de marzo y abril de este año. Cerca de veinte mil indígenas movilizados día y noche durante 26 días continuos se apostaron en diferentes puntos de la carretera Panamericana, logrando el bloqueo de la misma, lo que trajo como consecuencia el colapso parcial de esa región del país. Convocada y organizada por el Consejo Regional Indígena del Cauca – Cric-, la protesta contó con el apoyo y la participación de sectores campesinos agrupados en la Asociación nacional de Usuarios Campesinos -Anuc y  Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria -Fensuagro, de organizaciones indígenas de los departamentos de Tolima y Huila, así como de la población afro agrupada en el Proceso de Comunidades Negras. La minga se unificó alrededor de un pliego de peticiones en el que le exigían al Gobierno el cumplimiento de compromisos de anteriores administraciones, la devolución de tierras que le pertenecen a los resguardos, la ejecución de programas de vivienda y vías de comunicación para las comunidades indígenas, el reconocimiento del campesinado como sujeto colectivo de derechos, la sustitución de cultivos y el cumplimiento de los acuerdos de paz celebrados con las guerrillas de las Farc.

Este ciclo vino a cerrarse con el paro cívico nacional del pasado 25 de abril, convocado por la Central Única de Trabajadores -CUT, la Cumbre Agraria y la Organización Nacional Indígena de Colombia -ONIC, al que se sumarían posteriormente otros sectores y organizaciones como la Confederación de Trabajadores de Colombia -CTC, la Confederación General del Trabajo -CGT y algunas Dignidades Cafeteras del centro del país. Tomó como banderas una variedad de objetivos sintetizados en el rechazo del Plan Nacional de Desarrollo, la defensa del acuerdo de paz, la protección de los líderes sociales, el cumplimiento del programa de sustitución de cultivos de uso ilícito, la defensa de la educación pública y el derecho fundamental a la salud, entre otros. Tuvo como epicentro las principales capitales del país, pero logró extenderse también a algunas ciudades intermedias y sectores del campo, donde se registraron nutridas acciones de calle como movilizaciones y concentraciones en plaza pública. Ciertamente no alcanzó a expresarse de manera contundente como cese de actividades en la producción de bienes y servicios, aunque algunos de estos últimos se vieron afectados en forma considerable, como fueron los casos de la administración de justicia, la educación pública y otras actividades oficiales en el sector estatal.

No obstante su alcance limitado, el paro nacional constituye el primer ensayo de unificación y centralización de la protesta y las acciones de masas ensayadas por una variedad de sectores sociales en conflicto en lo que va corrido del actual Gobierno. Mostró la capacidad de movilización de sus convocantes, pero al mismo tiempo dejó ver las carencias y debilidades en su organización, lo que limitó de manera considerable su contundencia.

Pero esta irrupción de las masas en la esfera pública no es de ahora. Tampoco constituye un hecho episódico, momentáneo y fugaz. La cuestión es de envergadura y de alcances significativos. Y así debe ser asumido por la dirigencia social y política vinculada a ella. No es sino darse cuenta que la reciente oleada de masas ya vista viene precedida de un repunte sostenido de las acciones colectivas de resistencia de los de abajo a partir de 2010, luego de haber pasado por un reflujo prolongado durante los años noventa y buena parte del gobierno de Uribe.

En efecto, a partir del primer mandato de Santos se observa en todo el país una seguidilla cada vez más radical y generalizada de acciones de protesta social que marcarían el inicio de una tendencia ascendente en las luchas de los trabajadores, campesinos, indígenas, jóvenes, estudiantes y mujeres, tanto en el campo como en la ciudad. Tendencia que cobra expresión en la intensa lucha que estos sectores han tenido que dar por el derecho a la vida y las libertades, por el empleo, los salarios y condiciones dignas de trabajo, por la soberanía alimentaria y contra los tratados de libre comercio, por la tierra con garantías económicas y políticas para cultivarla, por la defensa de la educación pública, por el derecho fundamental a la salud y por la defensa de los ecosistemas amenazados por los proyectos minero-energéticos y agroindustriales del gran capital nacional y extranjero, y contra el extractivismo. Es decir, contra la globalización neoliberal de la economía y la reprimarización de la misma, impuesta en buena parte a sangre y fuego a través de un régimen político bonapartista y autoritario.

De esta tendencia hacen parte la huelga general estudiantil de octubre de 2011, la huelga regional de 50 días protagonizada por los pobladores del Catatumbo entre junio y julio de 2013, los paros agrarios de carácter nacional de agosto de 2013 y abril de 2014, así como la minga agraria, campesina, étnica y popular de mayo de 2016, como las acciones de mayor impacto durante el período.

Este primer ciclo se cerró con la huelga de los Pilotos de Avianca, agrupados en la Asociación Colombiana de Aviadores Civiles –Acdac-, que paralizó durante 51 días continuos buena parte del transporte aéreo en Colombia, un sector neurálgico en el funcionamiento de la economía y la sociedad. Duramente reprimidos por el Gobierno de entonces y la jurisdicción laboral al servicio de los empresarios, los aviadores tuvieron que padecer no sólo la declaratoria de ilegalidad de la huelga, sino también el ataque de los grandes medios que los enfrentó a la opinión pública, lo que conllevó al despido de 120 aviadores y la sanción disciplinaria de muchos otros, hasta que la OIT les dio la razón al reconocer la legalidad de su movimiento tras declarar que el transporte aéreo es un servicio público importante pero no esencial, como interesadamente lo sostuvieron la patronal, el Ministerio de Trabajo y la jurisdicción laboral. La huelga de Acdac se constituye así en el conflicto laboral más importante en todo este período, dejando al desnudo, no obstante, la incapacidad política y organizativa del movimiento sindical de reaccionar en forma oportuna y eficaz en solidaridad con un sector clave de los asalariados enfrentado a la arremetida de buena parte del establecimiento.

Exceptuada la huelga de los pilotos de Avianca, podría decirse que el rasgo distintivo de este primer ciclo lo constituye el peso que durante el mismo tuvieron las acciones extra institucionales de los movimientos sociales surgidos por fuera de las estructuras tradicionales del sindicalismo, cuyo rostro y perfiles se hallan en los protagonistas de la huelga del Catatumbo, la protesta de los pequeños y medianos caficultores, paperos y cacaoteros, en los mineros informales, en los movimientos ambientalistas, entre los camioneros y transportadores de carga, así como en todos aquellos sectores que vienen resistiendo los efectos perversos tanto de los grandes proyectos minero-energéticos impulsados por el gobierno,  como de la entrada en vigencia de los tratados de libre comercio.

Sin embargo, a partir de las más recientes oleadas del movimiento comienza a observarse ya una presencia y protagonismo mayor de los trabajadores asalariados y del movimiento sindical, así como de sus organizaciones más representativas, principalmente la de aquellos sectores vinculados al área de los servicios públicos como transporte aéreo, educación, salud y administración de justicia, o del sector minero energético. Testimonio de la centralidad que el conflicto capital-trabajo sigue teniendo en la lucha de clases en Colombia, así el peso del mismo continúe siendo menor en el conjunto de las acciones colectivas de resistencia protagonizadas por los de abajo durante el período.

No obstante estas diferencias, desde el punto de vista de los objetivos del movimiento en uno y otro ciclo, debe decirse que estos expresan todavía un desarrollo desigual de la conciencia obrera y popular, en los que aparecen amalgamadas aspiraciones estrictamente corporativas y reivindicativas de sectores específicos, con expresiones de resistencia social y política del conjunto de los de abajo contra el Estado y el capital, clamando al mismo tiempo por derechos democráticos y de transición, conforme se vio durante la más reciente oleada contra la reforma tributaria, el Plan Nacional de Desarrollo del Gobierno y por el respeto y cumplimiento del acuerdo de paz celebrado con las Farc.

Un escrutinio mayor de lo sucedido durante los dos ciclos mirados en conjunto, permitirá apreciar que esta irrupción de las multitudes, de 2010 en adelante, tiende a adquirir cada vez más la forma de la huelga de masas, ya sea en el plano local, regional o nacional. Es, si se quiere, su característica fundamental y decisiva, aunque no la única. En una escala mayor, podría decirse que hace parte de lo que vienen haciendo los jóvenes y asalariados en varios países de Europa, en el norte de Africa, en Argentina, Brasil, Chile y Honduras.

Constituye un hecho de enorme importancia política constatar que diferentes sectores sociales de base acuden cada vez con más frecuencia a la huelga de masas como forma de lucha para defender o reclamar sus derechos y enfrentar al Estado y las clases dominantes. Es su manera, además, de hacerse escuchar y articularse al debate público nacional o local y someter al escrutinio de la opinión pública sus reclamos, denuncias y propuestas. Es cierto que viejas y nuevas generaciones de trabajadores y campesinos, así como de jóvenes y mujeres en Colombia apenas están haciendo el aprendizaje y analizando esta experiencia, pero sin dejar de reconocer al mismo tiempo que los resultados arrojados por las jornadas de la última década no pueden ser mejores en términos de logros y conquista de reivindicaciones, todo ello gracias a la huelga general como forma de lucha.

La huelga del Catatumbo, las de los estudiantes y el magisterio, así como los paros agrarios del 16 y el 17 y las mingas indígenas, no solo son elocuentes de la eficacia de la huelga de masas como instrumento y vía para ser escuchados y conquistar derechos, sino que además permitieron que saliera a flote un conjunto variado de actores y sujetos sociales con una enorme y variada capacidad de resistencia social y política, algunos de ellos con probadas potencialidades revolucionarias, lo que de paso ha dejado ver las reconfiguraciones que se han venido dando desde abajo tras las derrotas y golpes a que fue sometido el movimiento obrero con la globalización neoliberal de la economía y el aparato productivo del país.

Por cuenta de estos sectores se ha vivido pues un renacer de la huelga general de masas de carácter sectorial, local y regional, dejándose sentir al mismo tiempo no solo la ausencia de una dirección capaz de convertir tales acciones en una huelga general de masas de carácter nacional, sino también la necesidad inaplazable de ensayar formas organizativas nuevas y adecuadas a las realidades sociológicas y políticas de estos nuevos actores y sujetos que vienen cobrando presencia significativa en la lucha de clases. Lo indicado sería que, frente a las nuevas realidades, las viejas y tradicionales estructuras sindicales transiten o den lugar al surgimiento de poderosas organizaciones de masas, en las que convivan y se expresaran a la vez los trabajadores asalariados hoy sindicalizados con los nuevos actores y sujetos y su originales formas organizativas, todo ello como concreción del frente único orgánico de los de abajo.

Colombia ha sido un país sin una fuerte y continuada tradición de huelga general como forma de expresión de la protesta y la acción de masas contra el sistema. El paro cívico nacional, que ha sido la forma en que ésta ha querido expresarse entre nosotros, fue ensayado repetidas veces durante las pasadas décadas de los ochenta y noventa, terminando en fracasos casi siempre por efectos de la represión o la pretensión de las guerrillas de querer instrumentalizarlos como parte de su estrategia armada. Tal vez por eso, después del Paro Cívico Nacional del 14 de septiembre de 1977 no hemos tenido una acción de masas con esas características.

En un contexto diferente y con alcances igualmente diferentes, los paros de la última década vienen a constituir, de alguna manera, ensayos de recuperación de esta forma de lucha, incorporando casi todos, las características propias de la huelga general de masas como rasgo distintivo. Así se logra apreciar cuando tales acciones incorporan el uso legítimo del poder derivado del despliegue de las multitudes movilizadas, con bloqueos de vías, la parálisis de las actividades productivas y de servicios, del transporte y, en general, del trastorno del discurrir de la vida cotidiana de la sociedad burguesa y sus instituciones en diferentes niveles. Lo vimos durante los dos mandatos de Santos y lo acabamos de presenciar en lo que va corrido del presente Gobierno. Típicos episodios de lucha de clases, en los que lo social y lo económico reivindicativo aparecen entrelazados con lo político, que merecen ser evaluados y racionalizados en forma concienzuda por la dirigencia ligada a estos procesos.

Esta irrupción de las masas plebeyas en la esfera pública nacional guarda una estrecha relación con el acuerdo de paz celebrado por el anterior gobierno con las guerrillas de las Farc. La negociación y firma de tal acuerdo, que conllevó la desmovilización de casi toda esa organización armada, ha significado, a pesar de los obstáculos del actual Gobierno, un desbloqueo de las posibilidades de nuevos desarrollos políticos y organizativos de los de abajo, cuyas potencialidades plenas habrían de verse con el cierre definitivo del conflicto armado. Por eso acierta la movilización en curso en salir en defensa del acuerdo de paz y en exigirle a Duque y al ELN que reanuden las negociaciones iniciadas por el pasado gobierno.

Cada vez es mayor el sentimiento ciudadano a favor de la paz y en contra de la guerra, lo que sin duda favorece las posibilidades de que muchos sectores del campo y la ciudad se liberen de las amarras de la guerra que les ha impedido empoderarse como protagonistas centrales del acontecer político nacional. Algo de esto fue visto ya durante la pasada campaña por la presidencia de la república y el desempeño electoral de la izquierda, con un amplio respaldo ciudadano en favor de una opción democrática y popular. O con la consulta anticorrupción del 26 de agosto de 2018, o en el plebiscito sobre el acuerdo de paz, así como en las consultas ciudadanas realizadas en diferentes localidades en defensa y protección del ambiente y contra los proyectos de explotación minera, eventos en los que dan cuenta de una significativa participación y presencia de ciudadanías libres con voluntad política y en actitud de tomar decisiones en  beneficio de la vida republicana de las mayorías.

En un contexto de terminación del conflicto armado, como el que se ha iniciado en Colombia, la irrupción de las masas en la esfera pública podría dar lugar a la posibilidad de que la izquierda y la lucha de clases en el país alcancen desarrollos y expresiones nunca antes vistos. La situación política del país es cada vez más favorable para que ello ocurra.

El gobierno de Duque sigue atascado, sin hallar la forma de construir los consensos básicos que le permitan resolver no solo los problemas de gobernabilidad que enfrenta, sino también para asegurar la recomposición del bloque de clases en el poder que le dé estabilidad al régimen. Una situación propicia para que la izquierda y los movimientos sociales tomen la iniciativa y se dispongan de nuevo lanzarse al ataque. Para ello será necesario, no obstante, que el protagonismo que han venido ganando las multitudes en los últimos años sea repensado, a fin de que darle continuidad y afianzarlo como pieza maestra de una estrategia política de largo alcance y propósitos anticapitalistas, evitando su conversión en simple válvula de escape de las contradicciones sociales. Un reto que convoca a la dirección social y política de la izquierda y las organizaciones sociales, como parte del conjunto de redefiniciones políticas que esta dirección está llamada a asumir para hacerle frente al proyecto de restauración conservadora del orden social que la extrema derecha quiere imponer tras el regreso del uribato al poder.